En esta entrevista exclusiva para Revista Young, hablamos con Glenn Medina, actor y gestor cultural venezolano afincado en Barcelona, con más de 28 años sobre los escenarios. Desde sus inicios en televisión interpretando a niños de la calle, hasta la creación de experiencias sensoriales como La cápsula, Medina ha construido una trayectoria artística profunda, compleja y valiente.
Conversamos sobre su emigración forzada, los estereotipos en la industria, el racismo que vivió al llegar a España y cómo la cultura puede ser un refugio y una forma de resistencia. Su experiencia en obras como Trío o La desmesura, junto a su paso por el Jamboree y sus estudios en gestión cultural, lo convierten en una voz imprescindible para hablar del poder del teatro y la resiliencia del artista migrante.
Me gustaría conocerte primero. Empezamos por tu bagaje: llevas más de 28 años encima de los escenarios. ¿Qué no te enseñaron en la carrera sobre tu profesión como actor?
Aunque no lo creas, el trabajo actoral es algo que muchas veces no te enseñan en la escuela, sino que aprendes viviéndolo. Yo empecé a hacer teatro desde los ocho años. Aunque no estudié arte dramático como carrera universitaria, con cada personaje que he interpretado he aprendido algo. Asumir la vida de otro, crearle una historia, una manera de hablar, de ver el mundo… es vivir otras vidas que no son tuyas. Y sin querer, eso te transforma. A veces pienso que no soy yo quien ve el mundo así, sino que es un personaje que me enseñó una manera nueva de mirar.
¿Te han contaminado los personajes en tu forma de ver el mundo?
Algunos sí. Me ha tocado interpretar personajes que viven de forma impulsiva, acelerada, y de alguna manera me he quedado con parte de esa energía. A veces me gustan esas actitudes y sin querer las incorporo.
Aprender desde la sombra
¿Cuál ha sido el personaje más difícil que has interpretado?
Curiosamente, no fue en una obra clásica. Aunque he hecho Romeo y Julieta, no llevaba papeles principales. Pero en Bodas de sangre, hice de leñador, que era casi una sombra. Era para un festival. El personaje parecía menor, pero por cosas de la vida y del escenario, terminé ganando un premio. Eso me enseñó a no subestimar ningún papel, por pequeño que sea. De joven quería ser siempre el protagonista, y con el tiempo aprendí que cualquier personaje puede ser brillante si lo trabajas con dedicación.
¿Crees que los personajes secundarios permiten jugar desde dentro o te limitan?
Eso depende de la ambición del actor. Un buen actor tiene que ser curioso, tiene que investigar. Incluso interpretando un árbol puedes hacer una gran actuación si sabes darle alma. A veces una sola mirada puede dejar huella.
Has ganado varios premios, tanto en solitario como en grupo. ¿Qué papel tienen para ti esos reconocimientos?
Los premios sirven, sí, pero también son recuerdos. Cuando emigré a Barcelona, todo lo que había construido se quedó en Venezuela. Vine a empezar de cero. Aquí los premios me han servido más para recordar de dónde vengo, que para abrirme puertas. He tenido que trabajar mucho para volver a hacer teatro. Y a veces siento que esos logros del pasado no cuentan en este nuevo contexto.
Raíces y rupturas
¿Cómo eran tus primeros años como actor en Venezuela?
Cuando empecé en televisión, me encasillaron en papeles de niño de la calle, niño malandro, niño problemático. Aunque soy versátil, durante mucho tiempo me dieron ese tipo de roles. Pero lo disfrutaba, porque el teatro siempre fue mi pasión. Lo veía como algo sagrado: no se podía faltar, no se podía llegar tarde. Una vez, por llegar tarde, me despidieron de una obra donde era el protagonista. Fue durísimo. En teatro nadie es indispensable, y eso te lo enseñan desde temprano.
¿Qué pasó con esa función?
La cancelaron. Fue devastador para mí. Al día siguiente ya tenían a otra persona en el papel. Esa experiencia me marcó profundamente.

Pasemos al tema de la emigración. ¿Cómo viviste ese cambio?
Cuando decidí emigrar, no lo veía como algo complicado. Vine a hacer un máster en gestión cultural en la UB. Pero justo cuando llegué, la situación en Venezuela colapsó. Y aunque mi idea era formarme y regresar, terminé quedándome. No porque quisiera, sino porque no podía volver. Es muy diferente emigrar por decisión que hacerlo por obligación. Me sentía como en un limbo: agradecido de estar aquí, pero sin haberlo planeado así.
«Nunca me imaginé quedarme» – Gleen Medina
¿Qué ha sido lo más complicado del proceso migratorio: la burocracia o la sociedad? Encajar. Recuerdo que al principio repartía flyers en la zona alta de Barcelona. Me insultaban, me decían “panchito”, y yo llegaba llorando a casa. Fue muy duro. Tenía que hacerlo porque no tenía papeles, no podía conseguir otra cosa. Con el tiempo, eso cambió, pero no se olvida. Lo viví y lo sufrí.
¿Has vivido episodios de racismo más recientemente? Sí. Una vez salí de fiesta con una amiga y al salir de la discoteca nos golpearon. Me gustaría decir que esas cosas no pasan, pero pasan. No todo el mundo lo vive igual, pero el racismo sigue ahí, aunque a veces se esconda.
Adaptarse o quedarse fuera
¿Te ha limitado tu origen a la hora de conseguir papeles? Más que el origen, el idioma. En Barcelona, para hacer teatro en ciertos espacios, es clave hablar catalán. Yo lo estudié, lo entiendo, pero aún me cuesta hablarlo por vergüenza. Me da miedo pronunciar mal. Pero cuando decidí venir sabía que el máster era 90% en catalán. Fue una decisión consciente. Me tocó ir a clase sin entender nada y salir con dolor de cabeza, pero forma parte del proceso de adaptación.
Vocación y barreras invisibles
¿Sentiste que el catalán fue una barrera o una oportunidad?
No es que no tengas salida si no hablas catalán, pero se te abren muchas más puertas si lo haces. A mí no me molesta, al contrario: creo en la adaptación. Yo decidí venir a Barcelona, y aquí hay una lengua, una cultura, unas condiciones. Mucha gente quiere proteger todo eso, y lo entiendo. Sabía que el máster era en catalán e inglés, y aun así lo hice. Recuerdo ir a clases sin entender nada, salía con dolor de cabeza, pero lo asumí como parte del proceso.
Actualmente trabajas en el Jamboree Jazz Club. ¿Crees que Barcelona protege bien la cultura o le faltan espacios?
Barcelona es una ciudad muy activa culturalmente. Siempre hay cosas que hacer, festivales, sitios nuevos. Pero también es cierto que cuando estudié gestión cultural, una profesora nos dijo: “¿Por qué estudian esto si no hay trabajo?”. Me impactó. A día de hoy, me ha costado encontrar un trabajo que sea puramente de gestor cultural. En Jamboree hago de relaciones públicas, que es donde aplico mis conocimientos, pero la figura como tal es muy difusa.
Además de actuar, escribes y diriges. Estás en tres obras: una dirigida por ti (Grindr Love), y dos más como actor (Trío y La desmesura). ¿Qué te ha enseñado el colectivo LGTBIQ+ a la hora de construir estos personajes?
El sexo es una excusa perfecta para hablar de otras cosas: los vínculos, los miedos, los límites, la vergüenza. En Trío, por ejemplo, la gente va esperando ver carne, pero se encuentra con mucho más. Algunos critican que caemos en clichés o que hay frases homófobas en escena, pero son cosas que escuchamos en la vida real. La intención es reflejar lo que se dice ahí fuera, que duela, que moleste. Porque si incomoda, es que estamos haciendo algo bien.
Lo íntimo como motor creativo
¿Cómo definirías el colectivo LGTBIQ+ desde dentro, en contraste con la mirada externa?
A veces se nos retrata desde los estereotipos: la fiesta, la promiscuidad, la libertad sin límites. Pero dentro del colectivo hay tanto amor, tantas heridas, tantas historias humanas. Yo creo que los hombres gays —por nuestro rol de género— vivimos el sexo de una forma más impulsiva, más visual. Pero eso no define al colectivo. Y además, siempre hay espacio para la crítica desde dentro. Trío es una sátira, sí, pero también es una invitación a reflexionar.
¿Crees que la comedia sigue siendo un género infravalorado frente al drama?
Totalmente. La gente valora más el llanto que la risa, cuando muchas veces una comedia bien hecha te toca más. Yo siempre digo que se puede llorar en una comedia. De hecho, en obras como La desmesura, que es drama, hay momentos donde la gente se ríe por identificación, no por burla. Porque se ve reflejada. Y eso también es valioso.



¿Para cuándo Trío 2?
Está prevista para 2025. La idea es mantener la primera parte en cartel mientras se estrena la segunda. Aunque llevamos cinco años con la obra, seguimos llenando. Queremos que la gente que no ha visto la primera, pueda hacerlo antes de ver la segunda. Será una continuación directa.
Nuevos públicos, nuevas emociones
Tenéis funciones previstas en Mallorca. ¿Cómo surgió esa oportunidad?
Un equipo vino a vernos a Barcelona, les gustó y nos ofrecieron ir. Estaremos el 19, 20 y 21 de septiembre. El auditorio es grande, más de 300 personas. Nosotros estamos acostumbrados a salas pequeñitas de 50. Va a ser un reto, pero estoy emocionado.
¿Qué supone para ti actuar fuera de casa, con un público distinto?
Los nervios siempre están. Yo crecí con la frase “si no tienes miedo, retírate”. He hecho giras antes, pero cada público es distinto. El día que pise ese escenario en Mallorca, seguramente me tiemblen las piernas. Pero eso también forma parte del oficio. No puedes confiarte nunca.
Además del teatro tradicional, has desarrollado una experiencia inmersiva llamada La cápsula. ¿En qué consiste?
La cápsula no es solo teatro: es una experiencia sensorial. Nació de un corazón roto. A través de sonido 8D, aromas, coctelería molecular y ojos vendados, llevamos al espectador por todas las fases de una relación, desde el flechazo hasta la ruptura. Lo diseñé solo, desde la tristeza, y me cambió. Creo que la gente no lo va a olvidar. Es íntimo, personal, único. La tristeza fue el gimnasio de mi felicidad, y esta obra lo demuestra.