Tampoco sé qué me pasa con este chico, pero me es bastante sencillo contarle las cosas. Supongo que es porque no le conozco de nada, y es más fácil contarle las cosas a alguien completamente ajeno a mi vida. Y así hago, le voy contando lo que ha acontecido hoy en la prácticas, evitando hablar sobre la serie y sobre quién es mi modelo a seguir en la empresa. Parece que lo entiende, y además escucha sin juzgarme. De vez en cuando, cuando hago una pausa, hace una mueca o un comentario acorde a lo que le voy diciendo.
El tiempo pasa, y ambos nos damos cuenta, pero tengo que seguir contándole cosas. Le ofrezco acercarle a casa, una vez más. Total, tampoco me pilla tan lejos de la mía. Él lo duda un poco, pero, al mirar su reloj, y que le cambie la cara, acepta mi ofrecimiento. No tardamos mucho más en llegar al parking, y en breve nos sumamos al tráfico de la Barcelona nocturna.
Mientras conduzco por la Gran Vía de las Cortes Catalanas, sigo explicándole a Saúl lo que me queda de las prácticas y Amanda. Además, él se ha ofrecido a poner canciones con su móvil al saber que no me funciona la radio del coche. No tiene mal gusto con la música para ser un friki; de hecho yo llevaba tiempo sin escuchar las primeras canciones de Fall Out Boy. Menudos buenos recuerdos de adolescencia: tuve una de mis mejores experiencias sexuales con este grupo de fondo.
—Joder, esa tía es una auténtica cabrona, por lo que me describes —comenta él, tras haber terminado todo mi discurso al respecto.
—Lo es, no me cabe duda —digo, aprovechando que estamos en un semáforo en rojo para aligerar la presión de mis manos sobre el volante—. Y me jode mucho toda esta situación, porque ella era una de las personas que más admiraba… —Suspiro, el semáforo se pone en verde—. Supongo que eso de «no conozcas nunca a tus ídolos» era verdad, después de todo.