Trago saliva y en seguida comienzo a limpiar el mostrador y todo lo que he usado. No hay ningún cliente que parezca tener ganas de pedir más café, siquiera acercarse a por servilletas o algún bocadillo. Oigo los pasos de mi jefe aproximándose, e intento evitar volverme tan pálido como un cadáver. Cuanto más se acerca, más siento mi corazón. Al dejar de oír las pisadas, levanto la vista mientras intento controlar el temblor que me viene por todo el cuerpo.
De todos los escenarios que había llegado a imaginarme, ninguno se acercó a la realidad. No hubo bronca como tal; fueron más bien unos reproches, pero me felicitó por mi proactividad y trato hacia los clientes. Me advirtió que, a la próxima le avisase de lo que iba a realizar y, si no estaba él cerca, que se lo dijera al segundo encargado o a algún otro compañero. Para corroborar que había satisfecho todas las necesidades del cliente a la perfección. Me quedé un rato pasmado, con la boca abierta, antes de que me dijera que me pusiera manos a la obra, pues por la puerta entró un grupo bastante grande de clientes.
Ahora, en el vestuario, se lo cuento a Gonzalo, una vez que nuestra jornada se ha terminado. Él me sonríe al tiempo que me felicita. Yo termino poniéndome rojo, aunque elevo un poco mis labios hacia arriba. Seguimos hablando mientras nos quitamos el uniforme y nos ponemos la ropa de calle. En cuanto cruzamos la puerta del local, él revisa su móvil. Yo hago lo mismo con el mío, y me llevo otra buena noticia: Luna ya se encuentra mucho mejor, y mañana vendrá a la universidad y a trabajar. Menos mal, porque si tengo que aguantar a toda la cantidad de gente ha venido poco después de empezar mi turno, me pego un tiro.