Lo único que se me ocurre hacer es encogerme de hombros. Si la cafetería no tenía sobrecitos de azúcar o algo para llevarse, uno se tenía que hacer a la idea. Y sí, me refiero a los clientes, que parece que nunca están satisfechos con nada. Lo mejor será que no lo piense mucho, y me centre en acabar de hacer el café. Pero, cuanto más miro a Álex, más me contagia su preocupación. Maldita sea el tener empatía con todo quisqui, hasta con quien no se merece ni una mirada asesina. Aunque le he dedicado demasiadas, y oraciones al universo para que lo aplastase una roca o sufriera un accidente muy grave.
Sirvo la leche de avena evitando que se derrame y me queme la mano. Pongo el vaso de cartón sobre el mostrador mientras Mora aprieta los puños. Sé que lo que estoy apunto de hacer es una puñalada trapera directa a mi amor propio, pero suelto un suspiro que no pasa inadvertido para el capullo que tengo enfrente. En serio, ¿por qué soy tan empático y buena persona con la gente que se comporta como unos auténticos capullos?
Agarro una cuchara que usamos para mezclar el cacao con el café para los moca, y la limpio con una servilleta de papel lo mejor que puedo. A la luz de los fosforescentes parece estar limpia. Y espero que así sea, porque brilla más que la parte trasera de las máquinas que limpiamos a diario. Álex sigue retroalimentándose de su miseria. Yo cuento mentalmente hasta diez y le cobro.