Me despierta un fuerte ruido. Seguramente sean los vecinos de arriba, que tienen la manía de joder el descanso en los fines de semana. Levantarse de la cama con una cara de perro rabioso no tendría ni que existir. Tras tomarme un café y galletas como desayuno, asearme y un par de cosas más, compruebo la hora que es. Debería ir saliendo ya si quiero ser puntual. Me despido de mis padres y cierro la puerta de casa. En cuanto llego al metro, me apretujo entre tanta gente. Me fuerzo a contar hasta un millón para aguantar hasta la parada en la que me tengo que bajar.
Miro a todas partes en cuanto salgo. No recuerdo haber estado en esta parte de la ciudad antes, pero tiene su encanto. Los edificios son de colores sobrios, pero los locales a sus pies poseen tal variedad de color que no me extrañaría que hubiera alguna leyenda urbana sobre unicornios que tenían aquí su hábitat. El sol brilla lo suficiente para dejar a la vista todas las manchas que tiene la calzada. Las personas, tanto de mi edad como algo más maduras, pasean sin preocupación; animadas.
Alcanzo el local en el que hemos quedado Elio y yo antes de lo que esperaba. Al entrar, me sorprende el estilo que marca: una librería y cafetería, todo en uno. Eso sí, los libros a la mayor distancia posible del café y los alimentos. Para mayor seguridad. Me pido un chai latte pequeño y me siento en una de las mesas del fondo. Elio no tarda mucho más en aparecer, aunque da demasiadas vueltas admirando a todos los tíos que ve.
¡Y ahora le hace una broma sexual de muy mal gusto al camarero! Niego con la cabeza, rezando porque me trague la tierra.
Aparece ante mí con una sonrisa de autosuficiencia. Menciona que he llegado pronto, suspira en cuanto pasa un hombre de treinta años en dirección a la zona de libros y se sienta en la silla que había libre. Yo, que ya tengo el ordenador sobre la mesa, lo enchufo a la toma de corriente que hay pegada a una de las patas de la mesa. Mientras se enciende, le doy varios sorbos a mi bebida y soporto los comentarios tan soeces que hace Elio. No me entran arcadas de milagro.
En cuanto me puedo conectar al wifi del local, tecleo sin descanso en un documento compartido con la cuenta de estudiante de mi compañero. Él se ha olvidado su portátil en casa, por lo que busca la información y las fuentes con su móvil. Yo, entre mis búsquedas, corregir lo que me manda y constatar que el trabajo tiene sentido, considero que me tomo más en serio los estudios que Elio, que se dedica a mostrarme fotos de tíos sin camiseta entre enlace y enlace. O enseñando el culo. O con una toalla tapándoles su sexo.
Un gruñido le pone en alerta.
—¿Qué te ocurre? —se atreve a preguntar.
—¿De verdad no lo sabes o es que eres gilipollas? —increpo, apartando la mirada del ordenador para posarla en la suya. Tiene una expresión de pasotismo que me crispa los nervios.
—No sé por qué estás enfadado. No he hecho nada malo.
—Vale, está claro. Eres gilipollas. ¡Ni se te ocurra rebatirme, porque tengo razón! —le corto sin miramientos antes de que empiece—. Elio, tú, como persona normal que te considero (y te estoy dando el beneficio de la duda), ¿consideras correcto ponerte a mirar fotos de tíos casi desnudos mientras hacemos un trabajo para la universidad? A mí me parece una falta de respeto gravísima hacia tu compañero… O sea, yo.
—¿Qué decías? —Vuelve la vista a mí. Parece que prefería ver como un chico que salía del baño se rasca un glúteo.
Es la gota que colma el vaso. Guardo el documento, cierro todas las pestañas y apago el ordenador. Aprieto con fuerza los labios mientras espero a que el monitor se quede completamente en negro, a pesar de que mi compañero me chasquea los dedos en mi cara para que le dirija la palabra. En cuanto ocurre, lo cierro y lo guardo en mi mochila lo más rápido que puedo.
—Oye, ¿por qué recoges?
—¡Porque me da la gana! —chillo, más airado de lo que pretendía—. Si en vez de mirarles el culo a todos los tíos que pasan cerca de ti, me prestases atención… A partir de ahora, prueba a mirar más a la cara, no a las partes que te interesan. Te va a ir mucho mejor.
Me bebo el poco chai latte que me queda y me levanto de la silla. Salgo del local, bajo la mirada de varios curiosos que han debido oírme antes. Agacho la cabeza, aún indignado por la situación e intento volver al metro. Y digo intento porque alguien me agarra del brazo, y me obliga a detenerme. Al mirar en su dirección, me quedo perplejo. A quien menos esperaba que fuera tras de mí es a Elio. Pero parece que no debo esperar nada de nadie.
—¿Qué pasa ahora? —mascullo, poniendo los ojos en blanco.
—Joder, Saúl, perdona —contesta con cierto arrepentimiento en su tono—. Tienes razón, me he comportado como un capullo todo el rato. Debería haberme centrado, haberte ayudado más; no distraerme, o distraerte, con tonterías. Siento hacerte sentir tan incómodo con mis comentarios, y mi actitud… —Aprovecho su silencio para observar que ha cogido sus cosas antes de salir a buscarme—. Déjame recompensarte: te invito a comer.
—No sé… —Sí, sigo receloso.
—Por favor, por favor, por favor.
Junta las manos en señal de rezo y pone cara de cachorrito. Y, a pesar de que no quiero perdonarlo con tanta facilidad, tengo que aceptar sus disculpas. Más de una persona se nos ha quedado mirando, y me he puesto tan rojo como un tomate. Él, en cuanto oye que le perdono, me sonríe alegre, sin ningún ápice de galantería o seducción. Y yo trago saliva. Me ofrece la mano para que nos pongamos a pasear, al menos hasta que sea la hora de la comida. Pero no voy a pasar tan fácil por el aro.
Entramos en algunas tiendas, ojeamos varias prendas de ropa y algún que otro móvil y ordenador de última generación. Luego paseamos por un parque en el que hay varios grupos de nuestra edad en corrillo. Decido mirar a Elio, pero él me esquiva la mirada mirando hacia los árboles y flores cercanas. Y no es la primera vez que le pillo observándome. De hecho, por lo que he comprobado, lleva un largo rato sin mirarle el paquete a nadie, ni me ha propuesto nada subido de tono ni ha mirado a otra persona. Salvo a mí.
No debería sentirme contento por ello.