He llegado a casa un poco más tarde de lo que pretendía, pero se debe a lo que me ha costado encontrar aparcamiento. Menos mal que una furgoneta se empezó a mover, y yo le hice señas al conductor para saber si se iba o se quedaba. Obviamente, se marchó. Seguramente fuera algún repartidor o algo.
Nada más entrar por la puerta, el olor a cocido se pasea por mi nariz. Joder, siempre que mi madre lo prepara, terminamos comiéndolo durante una semana. Eso si no lo compartimos con los vecinos, o con algunos amigos y familiares. No puedo evocar muchos recuerdos más, porque me da la bienvenida Wade, el gato de mi hermana pequeña. Y, hablando de la reina de Roma, que tiene catorce años y se cree que es influencer por tener setecientos seguidores en Instagram, se asoma por el marco que da a parar al salón comedor.
—¿Tú dónde estabas? —pregunta.
—¿Qué más te da? —le doy como respuesta, aparte de sacarle la lengua. Ella se pone de morros, y acaricia al felino grisáceo mientras este se restriega contra sus piernas.
—A veces eres un capullo, Álex. ¿Te lo han dicho?
—¡Rocío Mora Santamaría, esa boca! —grita mi madree desde la cocina. Oigo algún que otro “chuf, chuf” que seguro que viene de la olla exprés que le regalamos hace dos años porque la otra que usaba se rompió. No tarda en aparecer en el recibidor mientras se limpia las manos en su delantal—. Cariño, me alegro de que ya estés aquí. ¿Cómo te ha ido el día?
—Ha sido una p… —me detengo justo al verla elevar bien alto sus dos cejas negras—. Ha sido bastante duro, si te digo la verdad.
—¿Las prácticas, la universidad o la cara tan fea que tienes? —comenta mi padre, que también ha decidido unirse a la reunión improvisada.
Tanto mi madre como mi hermana se ríen con su comentario. Yo me muerdo el labio, aún reconociendo que me ha hecho gracia el comentario. El pelo rubio de mi padre cada vez está más lleno de canas, y en más de una ocasión me he dedicado a picar a Rocío con que a ella también le pasará. Lo malo es que la muy cabrona me recuerda que existen los tintes para el pelo, y siempre está la posibilidad de ponérselo como el arcoíris si le da la gana. Yo, sin embargo, me parezco más a mi madre, aunque ella suele bromear con que los ojos los heredé de mi abuelo, que son marrones con reflejos azules. Algo fuera de lo común. Y no es que tenga heterocromía, sino que los colores se funden, pero sin crear algo esperpéntico ni grotesco. Mis ojos se dan muy pocas veces en la familia, por eso se alegraron tantísimo al verme, y, en último momento, cambiaron el nombre que habían escogido y pasaron a llamarme Alejandro. Sí, en honor a mi abuelo.
Mis padres esperaban que saliera como mi hermano mayor Alberto, moreno y de ojos azules (cortesía de mi padre). Pero la genética decidió apostar por otro camino conmigo. Y Rocío se quedó rubia y de ojos marrones, cogiendo el cabello de nuestro padre y los ojos de nuestra madre. Y aunque Alberto diga que él es el más guapo de los tres, se equivoca. El más guapo lo seré yo, puesto que la fama es un aliciente de atractivo y ganas de follar. Salgo de mi ensimismamiento cuando noto un bulto cerca de mis pies. Wade ya estaba tardando en impregnarme de su peste a gato casero. Me inclino para acariciarle.