Esas últimas palabras que dice mi padre me cambian la cara por completo. La sorpresa y la euforia se mezclan con la gula que crece en mi estómago.
—¿Habéis hecho hamburguesas con boniatos al horno?
—¡Y bien buenos que me han salido los boniatos! —esa respuesta de mi madre consigue que me salgan chispitas de los ojos. La boca se me hace agua— Así que, ya sabes. Te los calientas un poco, te haces la hamburguesa a tu gusto, tuestas el pan y a cenar.
No puedo evitarlo, y les abrazo a los dos. Si antes les había sorprendido mi entrada en casa, esto les pilla más sorprendidos todavía. Estoy unos cuantos segundos de más abrazándoles, y luego me separo y corro a mi habitación para dejar mis cosas sobre la cama. A continuación, me pongo a cocinar en los fuegos la hamburguesa, tuesto el pan un poco en una sartén aparte y meto los boniatos en el microondas. Diez minutos después, me sirvo la carne sobre el pan, me pongo una loncha de queso encima y le echo kétchup y mostaza. Pongo los boniatos poco después en el mismo plato, lo cojo y lo llevo a la mesa del salón. Vuelvo a la cocina a por los botes de salsa que he puesto a la hamburguesa, un tenedor para los boniatos y una botella de agua.
Me siento de cara a la tele, aunque mi vista está más centrada en mi cena. Antes de hincarle el diente a la carne, me meto en la boca varios bastones de boniato. Están tan blandos y buenos que me es difícil reprimir un gemido de placer. Los ataco un rato más, hasta que me freno y cojo la hamburguesa. El queso y las dos salsas rebosan por la zona donde he dado el mordisco, y uso mi lengua para evitar que caiga en el plato. Cualquiera que me viera seguro pensaría que soy un cerdo. Pero no, es la comida, que me pone cerdo.
Y a falta de sexo, buenas son hamburguesas.