—El bote de azúcar moreno. Tráelo al mostrador.
Eso sí que lo entendí, pero estaba desconcertado. De todos modos, hice lo que me pidió. Y mi cara fue todo un poema cuando observé cómo iba dejando caer el azúcar en una cuchara, que ni me había fijado en ella hasta entonces, y consiguió llenar toda una cucharada. Me preguntó cuántas necesitaba, y a pesar de estar todavía catatónico, pude relajarme y decirle la cantidad correcta. Y, como toque final, removió la bebida. Me vuelve a señalar donde están los botes, y consigo fijarme en las tapas que están en el mismo mostrador de los botes. Le entregué el dinero, cogí el bote de azúcar y lo dejé donde lo había encontrado. Por último, agarré una tapa para vasos medianos, la puse en la bebida, la cogí y le dediqué un leve gesto de agradecimiento antes de salir corriendo de vuelta a la productora.
De vuelta con Amanda, le entregué el café y, para mi sorpresa, se relamió los labios y siguió disfrutándolo. Y no sólo eso, sino que dijo:
—Esto sí que es un café en condiciones, y no lo que sirven aquí.
No volvió a decirme nada malo el resto de la jornada. De hecho, desde entonces todo fue bien. Las últimas horas se me pasaron volando.