Una vez estaba frente al despacho de Amanda, piqué en la puerta una vez. Dos veces. Y, sospechando que ocurriría como la vez anterior, decidí abrir la puerta. Menuda sorpresa me llevé al ver a Amanda tal y como el día anterior. ¿Es que acaso dormía en la productora o qué? Sus ojos estaban pegados a su teléfono, y una luz blanquecina iluminaba su cara. Cerré la puerta, y eso pareció hacerla salir de cualquier mundo digital en el que estuviera metida.
—¡Joder! ¿No sabes llamar a la puerta? ¡Estoy ocupada! —gritó. Esperaba un saludo menos rabioso, pero ya veo que me adelanté en mi juicio.
Y ¿ocupada? ¿En serio? Seguro que si le espiaba el teléfono estaría hablando por WhatsApp de algo no relacionado con el trabajo, revisando fotos de algún tío por redes sociales, revisando su página de Wikipedia o buscándose a sí misma a través a las páginas web que circulan por la internet. Tuve que morderme la lengua con fuerza para no decirle varias cosas que pensaba sobre su actitud, y respiré varias veces. Ella estuvo un buen rato más con su teléfono antes de restregarse los dedos contra los ojos y hacer algo que no esperaba que hiciera: levantarse de la silla.