Si me quejaba de que ayer fue un día de mierda, fue porque no sabía la que me esperaba hoy.
Nada más levantarme de la cama, me ha dado un tirón en un brazo que me ha tenido maldiciendo hasta que me he terminado el desayuno. Un desayuno que, por cierto, se ha quedado en una mierda de café sin nada para acompañarlo. Era como beberse una diarrea. Y mejor no recordar la que ha ocurrido en el baño, que me he tenido que duchar con agua fría. Yo quería agua caliente, no tener que pensar en cosas calientes para que no se me congelasen hasta las ideas. Y luego ver que apenas tenía ropa limpia, me tuve que poner el pantalón que utilicé ayer y una camiseta tan vieja como las paredes de la residencia de mis abuelos.
Pero ahí no ha terminado la cosa. Cuando he salido de casa, he visto a un pibonazo por la calle que parecía haber salido de una de mis fantasías más guarras. Rubia, con una larga melena ondulada, de labios rojos, ojos azules y unas curvas por las que iría sin frenos. Y vestida con prendas muy ajustadas. Tan embobado me tenía que me he comido una columna de piedra. Me he hecho un arañazo, pero el dolor del impacto me ha dolido bastante. Y la muy cabrona me ha visto y se ha reído. Si estuviéramos en el universo de Saw, ella sería la próxima víctima de los juegos macabros, por zorrona.
El camino a la facultad ha sido un coñazo. La radio ha empezado a fallar, y ni siquiera podía conectar el móvil para escuchar las canciones que a mí me dieran la gana. Han sido los treinta minutos más aburridos de toda mi vida universitaria. Y sí, he tenido en cuenta las horas que me he quedado repasando días antes de los exámenes finales, y momentos en los que gente estúpida me ha hablado de sus esperanzas de futuro. Ni siquiera aparcando cerca de la entrada a la facultad me consigo alegrar.