No tardo mucho más en subir a casa, donde mis padres están en el sofá viendo un programa. Voy a mi habitación, saco todas mis cosas y llevo la mochila empapada hasta la terraza, donde la dejo colgando de un gancho, protegida del agua por nuestro toldo. De nuevo en mi habitación, me quito la ropa y me pongo el pijama. Todas las prendas que tengo bastante mojadas, decido meterlas en el cesto de la ropa sucia. Mis padres giran la cabeza en cuanto me ven cruzar hacia la cocina; mi madre me dice que tengo la cena en el microondas y mi padre me pregunta qué tal me ha ido el día. Con un simple “gracias” y un “podría haber ido mejor” se conforman. Están tan embobados con la tele que cualquier intento mío de explicarles todo lo que me ha ocurrido en el día de hoy sería un completo fracaso. Los quiero y todo eso, pero, por una vez, me gustaría que se saltasen las mierdas de los concursos que siempre son lo mismo para prestar verdadera atención a su hijo.
La cena que tengo esperándome en el microondas es pescado. Corvina, para ser exactos. Y automáticamente se me cierra la boca del estómago. No me desagrada el pescado, pero este precisamente… Desde que mi madre lo descubrió en el super, lo comemos, mínimo, dos veces al mes. Y tampoco es un alimento que digas que está delicioso; es más un bien bajo en la escala de gustos. Y encima mi madre lo ha preparado con ajo y perejil. Todo mal.
Sin embargo, me obligo a comérmelo. Me siento en la mesa del comedor una vez lo tengo recalentado y me lo como lo más rápido que puedo, intentando olvidarme de las enormes ganas que tengo de vomitar. Cuando ya no queda ningún trozo del pescado, vuelvo a la cocina y me cojo un yogur de coco para quitarme el mal sabor. Este me lo como despacio, saboreando cada cucharada. Y aunque el coco rallado no me guste, ni esa fruta en general, los yogures me vuelven loco.
