Mientras recorremos las calles, él apenas se atreve a mirarme o a decir algo. Abre su mochila, algo agobiado, y comprueba lo que sea que lleva dentro. Sus ojos se cierran lentamente, y suelta un profundo suspiro. A continuación, deja la mochila en el suelo, a sus pies, y sigue con los ojos cerrados un rato. Los abre cuando detengo el coche en otro semáforo.
—La gente suele dar las gracias cuando alguien les hace un favor —comento, a ver si cae en lo que le quiero decir.
—¿Qué favor me has hecho? —me responde en tono chulesco. Reconozco que tiene huevos, pero yo no se lo voy a permitir.
—Si quieres, te tiro fuera del coche y te buscas la vida. —Se forma otro silencio (aunque el aguacero que tenemos en Barcelona ocupe gran parte de éste), que solo se rompe cuando podemos cruzar la carretera.
Él vuelve a cerrar los ojos. ¿Es una manera que tiene de tranquilizarse o algo? Es patético.
—Gracias —bisbisea.
—¿Has dicho algo? No he oído nada con tanta lluvia.
—Gracias —dice, algo más alto.
—¿Qué? —Pongo la mano cerca de mi oreja, a ver si capta el mensaje.
—¡He dicho que gracias! —termina chillando, visiblemente enojado. Sus labios abiertos me muestran una dentadura apretada, con ansias de matar a alguien.
—Eh, relaja. Que te he oído la primera vez.
Lo siguiente que hace es ponerse tan rojo como un tomate e hinchar las mejillas. Eso me hace mucha gracia. Tiene la nariz tan arrugada que parece que se le va a quedar así el resto de su vida. Murmura una última frase que no me hace ninguna gracia.
—Menudo gilipollas.
Yo aprieto con fuerza el volante y me obligo a contar hasta cien. En cuanto llego a veinte, me doy cuenta de que es la mayor estupidez del mundo. Yo opino que él es un pringado, un friki y un auténtico mierdecilla. ¿Por qué me tiene que importar lo que piense de mí? ¿Por qué siquiera me planteo que este chaval no me conoce, si tampoco quiero que lo haga? Ha sido un día demasiado largo, es eso.
Además, tengo que saber dónde vive. No pienso dejar que sepa dónde vivo.
—¿Tú vivías por La Farga? —le pregunto. Por un momento, pienso que el silencio va a volver a cernirse sobre nosotros, pero él se anima a contestar.
—Sí. Si me dejas por donde está la tienda de disfraces, me va bien. —Esta vez su tono es mucho más relajado.