No tardamos mucho tiempo más en llegar a una de las carreteras que unen Barcelona con la sierra de Collserola. En concreto, quiero llevarle a un mirador poco conocido que hay por la carretera de la Rabassada. El sitio se encuentra en el tramo entre un desvío y un mirador donde se suelen poner todos los fanáticos de los coches para ver las carreras clandestinas que se llevan a cabo por las cercanías. Aún nos queda un rato para llegar, pero parece que hay varios que tienen ganas de descargar adrenalina, sobre todo una pareja de motoristas que poseen auténticas bellezas de dos ruedas.
Conduzco con precaución, no quiero tener un accidente. En cuanto pasamos la recta de las carreras, me permito respirar con tranquilidad. Un poco más adelante se encuentra el mirador, y yo estoy nervioso. Saúl es la primera persona a la que me he animado a llevar aquí; normalmente, siempre vengo sólo. Y, en cuanto aparco, el corazón parece que se me quiere salir por la boca.
Al salir del coche, noto que el frío es un poco más intenso que antes, pero no viene ninguna ráfaga de viento que se pueda meter hasta mi alma. Yo creo que podremos aguantar, como mínimo, media hora. No necesito más tiempo. De todas maneras, veo que Saúl saca algo del coche antes de que cierre la puerta. Es una enorme manta de color blanco, que parece capaz de mantener la temperatura corporal, o de conseguir que la gente no se muera de una hipotermia.
Cierro el coche y nos ponemos a caminar, las linternas de nuestros móviles lanzando destellos hacia el lugar desprovisto de visibilidad al que nos dirigimos. Menos mal que ambos tenemos la mirada puesta en el suelo; no me haría mucha gracia pisar un clavo oxidado o tropezarme con un hoyo en el camino. Poco después, nos encontramos en una bifurcación en la que hay una enorme piedra lisa en la que nos podemos sentar. Aunque el resto de la senda no conduzca a ninguna parte, esta parte me parece genial. Precisamente porque, si miras hacia el cielo, tienes la suerte de poder ver las estrellas. Algo sumamente complicado con toda la contaminación lumínica de Barcelona, pero es un pequeño pedazo de magia en medio de tanta realidad asfixiante.
Ponemos la manta sobre la piedra, y aún nos queda una buena cantidad de tejido para taparnos. Observo a Saúl frotarse las manos y, no sé qué me posee, pero esta vez las agarro. Noto un nudo en la garganta, y noto que se me tensan los músculos, pero ninguno de los dos aparta el contacto. Pasado un tiempo, cuando ya estamos más calmados, le digo que mire hacia arriba. Y él no tarda en hacerlo. Y su cara…
Su cara lo dice todo. Sus labios están entreabiertos, sonríe. El frío parece temer acercarse a nosotros, porque yo ya no siento que necesitemos más cosas para resguardarnos. Me siento perfectamente.
—¿Qué te parece? —Su respuesta, aunque se hace de esperar, me llena de alegría.
—Es maravilloso.
Y yo me quedo con ganas de decirle que lo verdaderamente maravilloso aquí es él, y me muerdo el labio mientras pasan por mi cabeza imágenes en las que le doy un beso.