En cuanto llego a su calle, me lo encuentro esperando al lado de su portal. Lleva un abrigo negro, orejeras, una bufanda y un gorro a juego. Me parece adorable. ¿Acabo de pensar eso? Bueno, sí. Pero porque lo es, y es imposible negarlo. Le hago señas para que se suba, y no tarda en venir. Abre la puerta, dejando escapar un poco del calor que hay, y la cierra. Aunque eso no impide que se cuele una brisa helada que se me mete hasta la espina dorsal por el cuello.
Y es en este momento, en el que veo a Saúl acercarse a mí para abrazarme, cuando caigo en la cuenta de que lo puedo llegar a considerar más que un amigo. Sus mejillas están rojas como dos manzanas, y en sus ojos brilla una ilusión que consigue acelerarme el pulso. Pero, ¿por qué? Se produce el abrazo, y se me ponen todos los nervios de punta.
—¡Joder! Estás helado —digo como saludo, procurando que no se me note que estoy algo incómodo en estos momentos.
—Bueno, ¿y qué esperas? —replica él, encogiéndose de hombros. Sonríe de esa manera tan peculiar que tiene—. Vengo de la calle, en una madrugada de invierno. Agradece que no te he puesto las manos en la cara.
Desvío la mirada hacia sus manos. Están un poco más blancas que de costumbre, aunque seguro que se habrían mantenido más calientes si se hubiera puesto guantes. Ahora bien, ¿se ha olvidado ponérselos, o simplemente es que pasa de ellos? Me apetece cogerlas, acariciarlas, traspasarles un poco de la temperatura que tienen las mías. Pero también sé que esto no sería lo correcto, y menos tras todo lo que ha pasado.
Lo último que quiero es que Saúl me odie.