Portada de Voy a quedarme en el que se muestran dos chicos con una tierna mirada detalle
Fotografía de Dario Cavero (@dario.cavero), Alex Peñas (@alexpg2) e Isma O'Sullivan (@_osullivan_)

Capítulo 11 – Saúl

Ya vestidos, me muestra varias ilustraciones y dibujos que le han ido encargando. Mis ojos se abren de par en par. Son realmente fantásticos. Si su tatuaje ya me parecía obra de un profesional, esto que me muestra parece que los ha creado un dios del dibujo. Le quedan un par de semestres de carrera, y plantearse bien qué Trabajo de Final de Grado le interesa realizar. Podría dedicarse a lo que quisiera; ilustrador, animador, tatuador, … Yo sin duda pagaría porque él, o un tatuador profesional, me tatuase la piel con uno de sus diseños.

Seguimos hablando sin parar hasta que cruzamos la puerta de la cafetería. Aquellas nubes que había visto antes no se han ido, se han quedado y parece que han invitado a varios cumulonimbos sobre el cielo. Las gotas de lluvia caen con fuerza ante nosotros, que nos cobijamos como podemos bajo la entrada. La lluvia me gusta, y siempre se agradece en los fines de semana en los que solo me apetece quedarme en casa, pero esto me trastoca un poco la moral. No me desagrada verla cayendo sobre Barcelona, pero podría haber esperado una hora o dos más.

—Estoy jodido —digo, derrotado tras ver varios relámpagos. No tardan en llegar sus respectivos truenos.

—¿No te has traído paraguas? —me pregunta Gonzalo. Yo niego en respuesta.

—Me pusieron una flor muerta en el culo al nacer.

—¡Bestia! —exclama mientras se ríe—. ¿A qué viene eso?

—¿Sabes el dicho ese de “nacer con una flor en el culo”?

—Sí, aunque no termino de entender qué significa.

—­Básicamente, es como decir que una persona ha nacido con suerte, y ésta le ha acompañado toda su vida. —El bajo de mis pantalones empieza a humedecerse.

—Comprendo.

—Pues, en mi caso, me pusieron una marchita: siempre tengo mala suerte.

Su risotada se confunde con el sonido de otro trueno, y eso me hace reír a mí pensando en todos los villanos que provocan rayos y truenos con su risa. Nos quedamos así un rato hasta que un escalofrío me recorre entero. A pesar de haberme traído abrigo y prendas de ropa largas, tengo frío.

Gonzalo me frota un poco en los brazos, a lo que mi cuerpo responde con que se me coloreen de rojo las mejillas. Poco después, él recibe un mensaje que le dibuja una amplia sonrisa en la cara. Pocas veces he visto la sonrisa de alguien cuando expresa pletórica alegría.

No tarda en aparecer por la calle un chico, de más o menos mi misma estatura, vestido completamente con tonos oscuros. Su rostro lo oculta un paraguas amarillo chillón, que hace más daño a la vista que mirar fijamente al sol. Pero, en cuanto vislumbro su rostro, se me corta la respiración. Su piel olivácea enmarca unas facciones bien perfiladas. Sus ojos castaños los protegen varios grupos de pestañas tan negras como sus cejas. Su pelo, sin embargo, es un rubio dorado tan largo que está atado en una cola de caballo que le llega hasta los hombros.

¿Cuándo se han convertido en reales los dioses nórdicos?

—Ya pensaba que no ibas a venir, amor —dice Gonzalo.

El chico le dedica una sonrisa antes de que ambos se besen. Yo me quedo embobado mirándolos, y cohibido también. Viendo esto, me encuentro más confuso que antes. Tengo posibilidades con Gonzalo, pero no las tengo. O con su novio. Aunque dudo que ellos quieran meter a un tercero en la relación. Ni siquiera yo me planteo que en el futuro llegue a tener más de una pareja al mismo tiempo.

Al separarse, el chico se me queda mirando a lo que yo opto por sonrojarme todavía más. Gonzalo nos presenta; a mí como su compañero de trabajo, y a Pablo como su pareja de hecho. Nos damos la mano y nos quedamos hablando un rato, a pesar de que la lluvia quiere interrumpirnos cada dos por tres. En cuanto miro la hora, me quedo lívido. Si no me marcho ya, llegaré tardísimo a casa y me caerá una bronca enorme. Antes de que pueda empezar a despedirme, Pablo le cede un paraguas a Gonzalo y se me adelantan.

Me quedo quieto otro rato más, pensando en cómo llegar al metro lo más rápido y acabar lo menos empapado posible. Mi única opción es usar mi mochila para protegerme el cuerpo y rezar para que mi ordenador y apuntes a mano sobrevivan a este día. Me la pongo sobre la cabeza, respiro profundamente y comienzo a correr. Hay varios charcos a lo largo de la calzada, y me empapan las zapatillas, calándome hasta los pies.

Cuando me quedan solo unos pocos metros, he de pararme en un semáforo. Cada segundo que estoy quieto me parece una eternidad. La lluvia no da tregua ninguna, y sigue empapándome la ropa y la mochila. Vamos, ponte en verde de una maldita vez.

—¿Necesitas que te lleven?