Pues resulta que hoy voy a estar solo en el curro. Mientras me comía un bocata sentado en la terraza de un bar cerca de la facultad, he decidido escribirle a Luna. Lo primero que ha hecho ha sido pasarme una foto en la que se veía más blanca que un cadáver, vestida con un pijama y una manta, y su pelo parecía una explosión de mechones morenos. Resulta que se ha tirado toda la noche vomitando y, al ir al médico, le han dicho que se debe a una infección estomacal. Aunque ella (y los médicos) han asegurado que no es nada grave y que en un par de días volverá a hacer vida normal, no puedo evitar preocuparme por ella.
Aunque también estoy preocupado por mí. ¿Cómo voy a aguantar la tarde de hoy, y de los próximos días, si Luna no va a estar? No dudo de mi capacidad para solucionar los problemas, pero a saber cómo se va a tomar el jefe estos próximos días si las previsiones de ventas no aciertan. Si ya nos da broncas monumentales por pequeños detalles que a nadie (salvo a él) le importan, que dios nos acoja en su gracia. Y no soy creyente.
Procuro tranquilizarme con una lista de canciones que he encontrado en Spotify mientras viajo en tren. Estoy cerca de una de las ventanillas, por lo que puedo ver el cielo. En principio está nublado, aunque el color de las nubes no parece avisar de una futura tormenta. Mejor, porque no llevo paraguas. Pasamos por debajo de un túnel justo en el estribillo de una canción de Rita Ora y Avicii.
Llego a la cafetería en el momento justo. Me quedan unos minutos para fichar, y he de darme prisa cambiándome. Justo cuando el reloj marca la hora, estoy tras la barra. En seguida empiezo a desenvolverme, atendiendo a los clientes, poniendo cafés y bollos con maestría, y cobrándoles a la perfección. Eso sí, entre que está viniendo más gente de la habitual, los gritos de algunos críos y que empieza a disgustarme el olor del café sólo, me estoy agobiando. Necesito que se termine ya el día.
Siento que cada día es igual que el anterior. Pero acostumbrarse a ello… a veces es fácil; a veces es insoportable. Hace unos días el café me parecía un mundo, con los distintos granos, las mezclas, tazas, combinaciones y demás parafernalia. Ahora me veo capaz de preparar un capuchino con caramelo con los ojos cerrados. Y sí, eso me aburre, a pesar de que los nuevos cafés tienen sus maneras de hacerse.
En cuanto terminamos el turno, el vestuario me llama como si me esperase un tesoro tras la puerta. Mientras me voy cambiando, veo por el rabillo del ojo el cuerpo de Gonzalo. Veo su bajo vientre, y creo que me suben los colores en cuanto empiezo a imaginar hasta donde baja esa fina línea de vello. Menos mal que se está tomando su tiempo para sacar la cabeza del polo de trabajo. Espera… ¿por qué se está tomando su tiempo?
—Mira sin miedo, que no te voy a matar por ello —dice, sacándome del empanamiento en el que no sabía que estaba.
Tengo que parpadear unas cuantas veces, mirando la sonrisa que me dedica y cómo sus ojos almendrados me observan de reojo. Respira, Saúl. Respira.
—Me llaman mucho tus tatuajes. Y ese que tienes bajo el pecho —señalo con el dedo la zona que comprenden las costillas—, no me había fijado hasta ahora.
—Pues es el primero que me hice.
—¿De veras? —suelto sin meditar lo que sale por mi boca.
—Sí. —Se recorre el tatuaje con los dedos. El dibujo parece un principio de bodegón, con un jarrón con flores y un melocotón a su lado—. Tiene su historia, la verdad. Yo siempre he querido pintar, aunque el dinero y el apoyo de los míos nunca me han acompañado. Así que, cuando tuve edad suficiente, me puse a trabajar sin perder de vista ni los estudios ni mi sueño. Fueron tiempos muy jodidos, pero conseguí entrar en la carrera que quería y emanciparme de toda esa gente que prefería verme lamiéndole el culo a directivos en sus empresas.
Lo último que me cuenta me hace reír. No tardo en añadir:
—¡Bien hecho!
Ambos nos callamos y seguimos cambiándonos. Pero mi curiosidad me hace ser algo cotilla.
—Entonces, ¿ese tatuaje es un recordatorio de tus logros?
—Más o menos. Fue lo primero que me mandaron dibujar en un curso de pintura en el que me inscribí cuando tenía dieciséis años. Lo que empezó toda la «rebeldía».
—¿Eso lo dibujaste con dieciséis años? —comento sorprendido.
—Pues anda que no he mejorado desde entonces.