Llego a la última clase a unos pocos segundos de la hora a la que empieza. La profesora está tras su mesa, levantada, y con la mirada fija en la madera. Escruto los asientos, esperando encontrar alguno vacío antes de que ella me pille y me diga algo. Localizo uno en la tercera fila, pero en seguida lo tengo que descartar cuando Elio me hace señas para que me siente junto a él. No tengo muchas ganas de sentarme a su lado, pero me obligo a hacer de tripas corazón.
Poco después, la profesora retoma la lección por la parte en la que la dejamos la última vez, y yo me apuro en apuntarlo todo. No sé cuánto tiempo pasa hasta que empiezo a sentir varios golpes en mi pierna, pero desvío la mirada con cautela para averiguar de dónde provienen. Elio está juntando su rodilla con mi muslo, para luego volverla a separar. Le miro por el rabillo del ojo hasta que me dedica un guiño y tuerzo la cabeza, aunque eso no evita que pueda ver cómo me he sonrojado. Tengo que seguir centrado en la clase.
Elio, sin embargo, sigue insistiendo. Su rodilla me da más veces, y yo no aparto la mirada del frente ni un segundo. ¿Es que no entiende que estamos en clase? ¿Qué se propone? La respuesta no tarda en llegar. Noto un peso de más en mi entrepierna, y no me hace falta desviar la mirada para saber que Elio ha colocado su mano ahí. Y no parece tener intenciones de apartarla.
Me quedo tan blanco como la nieve, y empieza a invadirme un miedo a que descubran lo que está ocurriendo. Mi corazón y mis pulmones se encojen tanto que soy incapaz de respirar, hasta noto que no me circula sangre por las venas. Mis manos tiemblan, pero aun así me obligo a pensar en una solución. Consigo alcanzar el boli que tengo a la derecha de mi portátil, y no lo medito: le clavo la punta de la tapa en el dorsal con toda la fuerza que me permite acumular el temblor.
Elio aparta la mano al tiempo que emite un quejido muy agudo. Todos se vuelven para mirarnos; incluso la profesora detiene la explicación. Se produce un silencio incómodo hasta que él se inventa la excusa de que se ha dado un fuerte golpe contra la mesa. Tras pedir disculpas seis veces contadas, la clase prosigue como si nada hubiera pasado. Sin embargo, Elio me mira con expresión rabiosa. Yo procuro ignorarlo mientras finjo que tomo apuntes.
La clase se da por terminada, y los estudiantes recogemos nuestras cosas. Elio sigue a mi lado, con una expresión ceñuda. En cuanto tengo todas mis cosas apretujadas en la mochila, me decido a salir por patas; no vaya a ser que quiera montar un espectáculo. En cuanto salgo por la puerta, siento que el peligro ha pasado. Pero no puedo retomar mi marcha: noto que me presionan el brazo. Trago saliva, como si esperase que, al hacerlo, me fuera a librar de lo que se avecina. Al girar el rostro y mirar a mi captor, comienzo a temblar.
—Tú y yo tenemos que hablar —masculla Elio.
Me arrastra a un espacio entre unas aulas que puede pasar fácilmente desapercibido al ojo de cualquier despistado. Me pone contra la pared y oculta el resto de mi vista con su cuerpo. Puedo observar el fuego que crepita en sus pupilas.
—¿A qué coño ha venido eso? ¿Por qué me has clavado el bolígrafo? —Empieza la discusión. Aunque estoy realmente asustado, no puedo permitirme flaquear.
—¿Por qué pusiste tu mano sobre mi entrepierna? —respondo, intentando que mi tono no muestre lo asustado que estoy—. ¿Y si te llegan a pillar?
—¿Es que no te gustó? Porque sentí cómo crecía un bulto…
—¡Joder, Elio! —Ahora estoy cabreado yo—. ¿Tú ves normal lo que haces? ¿Piensas antes de actuar?
—No te pongas mojigato, anda —suelta, con mucho desdén—. No te pega.
—¡¿Y tú qué cojones sabrás?! ¡Si ni siquiera me conoces!
—Bueno, sí; tienes razón. Pero podrías decírmelo más bajito.
No sé qué le pega más: caradura o gilipollas. Me decanto por lo segundo. Supongo que yo tampoco quiero que la gente se dé la vuelta para mirar qué está ocurriendo, por lo que me obligo a bajar la voz. Sin embargo, las ganas de destruirle no disminuyen ni un ápice.
—No te preocupes, que te lo voy a dejar clarito. Sobre todo para esa cabeza tuya —le doy unos golpes en la sesera para enfatizar mis palabras—, que la tienes llena de aire. Si me pones la mano encima, sin mi consentimiento, agradece que no te la he cortado. Y no me refiero a la mano únicamente. Tú y yo no somos nada; por tanto, no te pienses que tienes algún derecho sobre mi existencia o mi cuerpo. Cuando quiera prestarte atención, lo haré. Cuando quiera pasar de tu cara bonita —le palmeo la mejilla—, pasaré. Así que, tus únicas opciones son: refunfuñar, que te mande a la mierda y que te den mucho por culo; o aceptar que ambos no tenemos compromiso alguno, y que si nos apetece estar el uno con el otro, lo estaremos.
» Y ahora, si me disculpas, tengo que ir corriendo a la próxima clase.
Ni siquiera le dejo reaccionar: pongo mis manos sobre su torso, y empujo con todas mis fuerzas. Él retrocede, y yo me hago a un lado cuando paso cerca de él. No pierdo ni un solo minuto en detenerme y girar la cabeza hacia atrás. Aunque sienta el corazón yéndome a mil pulsaciones por minuto, me tiemble el labio inferior y sienta escalofríos por todo mi cuerpo, creo que he hecho bien desahogándome de esa manera.
El resto del día no ocurren más incidentes. Pero tengo unas ganas inmensas de llegar a casa en mitad de la última clase. Lo malo: que hoy tengo que trabajar hasta la hora de cierre en la cafetería. Y, por lo que se está comentando, parece que desde arriba han publicitado una nueva oferta que nos va a tocar empezar a servir desde hoy. Se prevé que el volumen de trabajo se triplicará durante unas semanas. Y me gustaría admitir que me veo capaz de afrontar el reto y superarlo, pero me estaría engañando a mí mismo.
Estoy completamente acojonado, aunque al menos tendré a Luna conmigo para apoyarnos mutuamente.