Me despierto cuando huelo a café y pan tostado, y me incorporo en el colchón con un sonoro bostezo. Por la ventana del cuarto entra más luz de la que humanamente es soportable. Menos mal que en la otra punta; llega a estar el ventanal pegado a la ventana y Alicia (y cualquier persona que durmiera en su cama) se levantaría con dolor de cabeza. Ni una resaca sería tan jodida.
Encuentro mi ropa en la silla del escritorio, doblada con cuidado y a la perfección. Me fastidia que mi novia haga eso. ¿Yo acaso lavo sus bragas, las tiendo y las doblo una vez secas? Para nada. Por tanto, podría haberla dejado tal como estaba, tirada en el suelo de su habitación, del salón y parte del pasillo. Si esto fuera una película, cualquiera se pensaría que soy un vago y un carroza. Cosas que no soy.
Ya de pie, me estiro y me echo una mirada en el espejo que tiene en la puerta de su armario. No es por presumir, pero mi cuerpo es una maravilla. Si al cine se le conoce como el séptimo arte, yo soy el octavo. Camino hasta la silla y me pongo los pantalones y los calcetines. Me rasco la cabeza al tiempo que abro la puerta del cuarto por completo. Me muevo como un zombi al que le ha dado un calambre en las piernas, pero llego a la cocina en seguida.
En cuanto me siento a la mesa, Alicia planta frente a mí un plato con dos rebanadas de pan y una taza de café con leche. Me da un largo beso como gesto de buenos días y coge de la nevera mermelada y mantequilla. Se sienta frente a mí, se unta un poco de mermelada en una de sus tostadas y se la lleva a la boca. La manera en que lo hace me deja embelesado. Sus movimientos son tan suaves, delicados; como si toda ella fuera de papel. Este primerísimo plano suyo me parece perfecto, idóneo para que posibles espectadores se enamorasen de ella.
—Deja de mirarme así, que me pones los pelos de punta —alega ella y, aunque lo dice dulcemente, rompe la magia del momento—. Y desayuna, que se te va a quedar el pan duro y el café helado.
Así hago. El resto de la mañana nos dedicamos a recoger la casa, vestirnos y estar acurrucados en el sofá viendo una serie hasta el mediodía. Cae algún que otro beso y abrazo mientras ella está recostada sobre mí. Debatimos un rato si salir a comer fuera, pedir a domicilio o si prepararnos algo con lo que tiene en la nevera. Yo me acerco hasta el electrodoméstico, echo un rápido vistazo al interior y descarto lo de preparar algo. Casi todo lo que hay son táperes de sobras que ha ido preparando su familia durante la semana. Y, no es por ofender a mis suegros, pero si tengo que elegir entre sus huevos rellenos o su pescado con verduras, prefiero morirme de hambre.
Menos mal que Alicia sugiere probar un restaurante japonés que le recomendaron ayer, a lo que yo no me niego. Por lo que me enseña en su móvil, si vamos en coche, podemos estar allí en menos de veinte minutos. Y aunque por la zona hay aparcamiento con parquímetros, no me supone ningún problema pagar cuatro euros por dejar el coche unas dos horas. No hace falta que lo pensemos mucho más, porque nuestros estómagos se sincronizan en un rugido que parece una explosión nuclear.
Tenemos la suerte de que el tráfico se pone de nuestra parte y llegamos antes de lo previsto. El aparcamiento nos queda bastante cerca del local, por lo que estaciono el pequeño con gran soltura y maestría. Alicia se relame mirando el cartel del restaurante al tiempo que yo introduzco el dinero en la máquina para evitarme la multa que me pueden poner por aparcar aquí, en pleno núcleo de Barcelona.
El local me resulta curioso. Es como si hubiesen comprimido toda la cultura japonesa en un espacio limitado, dando lugar a una combinación entre un suburbio lleno de carteles de neón y fotos de varios platos típicos. El olor de un caldo al que le dedican horas de mimo y cocción me hace babear. No tarda mucho en atendernos una camarera muy mona, a pesar de que el sitio parece estar muy concurrido. En seguida nos conduce a una mesa cerca de la entrada en la que nos sentamos el uno frente al otro, en sillas de madera oscura bastante cómodas.