Al cabo de un rato, Dídac se levanta para saludar a alguien que se les ha acercado, muy entusiasmado. Gadreel saluda a ese chico, entre divertida y misteriosa. Intercambian unas cuantas palabras más entre ellos antes de que el recién llegado se acerque al mostrador. Luna se ha escaqueado al baño por un “asunto femenino de extrema urgencia”, así que le atenderé yo. En cuanto está lo bastante cerca, observo su rostro. Muestra una sonrisa sincera a pesar de no perder un toque de seriedad en su rostro. Sus cejas son negras, como su pelo. Me doy cuenta de que mide más que yo, y me siento algo canijo a pesar de medir metro setenta y cinco y calzar unas botas que me elevan dos centímetros más del suelo. Viste una camiseta negra que se le pega al cuerpo, unos vaqueros desgarrados y zapatillas blancas.
—Bienvenido, ¿qué te pongo? —digo. Sus ojos marrones me escrutan.
—Un descafeinado con leche semidesnatada. Pequeño, para llevar.
Por un momento palidezco. Su voz es profunda, y despierta unos recuerdos que pensaba que estaban más que enterrados. Me obligo a guardarlos de nuevo, y anoto el pedido y se lo cobro. Le pregunto su nombre para escribirlo, y se me congela la sangre en las venas al oír esas cuatro letras:
—Álex.
No es posible que sea el mismo chico. Tiene que ser una coincidencia. Sí, tiene que ser eso. Me pongo a preparar su pedido, que ya tengo bastante dominado. Ahora los corazones se parecen a unas hojas de árbol malformadas, pero es un gran avance. Luna aparece, y se emociona en cuanto lo reconoce. Hablan un poco (antes de que el jefe la fulmine con la mirada) y, por lo que llego a ver por el rabillo del ojo, me miran a mí.
Le entrego su café sonriendo, aunque el corazón me palpita con tanta fuerza que me duele.
—Así que eres compañero de clase de Luna también. En la UAB —menciona él, sin perder su toque de seriedad.
Yo asiento como respuesta. Estoy algo nervioso, y creo que es él quien me lo provoca. Supongo que debería soltar lo que me está rondando por la cabeza. Así que, tragando saliva, me atrevo a preguntar:
—¿Por casualidad juegas en un equipo de rugby?
—Sí, así es. En el senior de Hospitalet, como medio melé.
Es él. ¡Joder, es él! El chico que me hizo vomitar de un placaje cuando yo tenía catorce años. Al que todos llamábamos Mora por su apellido… pero Alejandro era su nombre, y Álex su diminutivo. ¿Por qué me tiene que pasar esto precisamente a mí?
—¿Por qué lo preguntas? ¿Has practicado rugby? —me pregunta, intrigado.
«Piensa rápido, Saúl. ¡Vamos!»
—No, eh… Yo… vivo cerca de allí —respondo nervioso—. Por La Farga.
Él entrecierra los ojos, y yo tiemblo por dentro. Seguro que me ha reconocido y me va a hacer quedar mal en mi trabajo. Siento como si una fuerza me apretase los pulmones.
—La zona de La Farga queda un poco retirada del campo de rugby de Hospitalet. Muy cerca no estás —argumenta, cruzándose de brazos. En su tono no hay ningún signo de desconfianza.
—B-b-bueno, puedo llegar antes que los que viven en Collblanc.
Se ríe levemente y asiente, dándome la razón. Le da un trago a su café antes de señalar que le falta azúcar. Yo le indico dónde se encuentran los botes, y comienzo a atender a otros dos clientes. Por la hora que es, sospecho que serán los últimos.