Portada de Voy a quedarme en el que se muestran dos chicos con una tierna mirada detalle
Fotografía de Dario Cavero (@dario.cavero), Alex Peñas (@alexpg2) e Isma O'Sullivan (@_osullivan_)

Capítulo 3 – Saúl

No tardo en llegar al trabajo. Tengo poco tiempo para cambiarme y estar en mi puesto de trabajo. En el vestuario, dejo las cosas en la primera taquilla que veo libre. Al quitarme la camiseta, me quedo mirándome frente al espejo de enfrente. Hace tres días que me afeité la barba, y me doy un aire a mi yo de catorce años. Por aquel entonces, me miraba y me avergonzaba de la imagen que me devolvía; ahora, en cambio, esbozo una pequeña sonrisa antes de agarrar el polo del uniforme. Tras atarme el delantal y las botas, me peino el revoltijo de pelos castaño que tengo por cabello, y tengo un debate conmigo mismo sobre si cambiarme a las gafas o dejarme las lentillas. Con las gafas se me notan más mis ojos pardos, pero ya tienen unos cuantos años, en algunas partes están descascarilladas y las llevo a todas partes por si las moscas. Así que me quedo con las lentillas.

Luna ya se encuentra poniendo una sonrisa falsa a un cliente que, supongo, tiene ganas de gresca. Después de tantos días trabajando a su lado, he sabido leerle algunos gestos. En cuanto él se dé la vuelta, se va a morder fuertemente el labio inferior, los orificios de su nariz se van a dilatar y sus ojos parecerán a punto de salirse de sus órbitas. Y no pasan ni dos minutos en el que ocurre, justo cuando empieza a cambiar el café molido para la máquina.

Tras dos horas de jornada, aparece por la puerta uno de nuestros compañeros. Luna ni se entera porque está preparando un chai latte, aunque tampoco lo reconocería. Tengo enfilado a Elio Velasco desde que nos puso juntos el profesor de Lenguajes Comunicativos Escritos y Audiovisuales para un trabajo que tenemos que entregar en una semana. Pelirrojo, con el pelo corto, labios carnosos, barba perfectamente perfilada y unos ojos azules que parecen contener todo el mar Mediterráneo dentro. En todo momento en el que le tomo el pedido, se dedica a relamerse y a devorarme con la mirada.

Y, si no fuera porque le he visto hacerlo con cada tío que se cruza en su camino, me sentiría halagado. Incluso en las clases añade un bufido de satisfacción cada vez que uno de nuestros compañeros se estira, tiene que recoger algo del suelo o se rasca cerca del paquete. Tengo la teoría de que, aparte del grado de Comunicación Audiovisual, en secreto aprende anatomía masculina.

Elio se sienta en una mesa cerca del mostrador, vigilándome. Pero yo no permito que me afecte, y sigo a lo mío. Tras atender a varias chicas súper efusivas, vuelvo a mirar en su dirección para sorprenderme con que se ha marchado. Eso sí, ha tenido la decencia de llevar la bandeja hasta la zona designada para ello, no como otros clientes, que se la dejan en la mesa y tenemos que encargarnos el personal de recogerla.

A una hora de cerrar, solo quedan unos pocos clientes rezagados. Entran un par de personas pidiendo café para llevar, y Gadreel y Dídac. Acaban de salir de la empresa en la que a él le confirmaron las prácticas la semana pasada, y siento que se va a convertir en costumbre verlos cada tarde de lunes a viernes. En cuanto aparecen junto a mí, bromeamos un poco junto con Luna mientras nuestro superior no nos mira, y les ponemos dos cafés con vainilla. Deciden sentarse en una de las mesas más pegadas a uno de los ventanales, sin ponerse demasiado cómodos. «Gracias a dios», pienso.