Cuatro años después.
En cuanto entré en primero de bachillerato, sabía que tenía que esforzarme más que de costumbre para obtener calificaciones perfectas. Cada día que pasaba en el instituto, me quedaba avanzando tarea y repasando los conceptos en la biblioteca a la hora del patio. Al llegar a casa, lo volvía a hacer y, por si las moscas, seguía al pie de la letra todos los consejos para retener la información. Además, me aseguraba de que mis trabajos y exámenes fueran lo más impecable posibles. Tenía un único objetivo, y quería alcanzarlo.
Llegó la selectividad y, a pesar de los nervios que me invadieron, sabía que iba a aprobar esas pruebas y acceder a la universidad. Pero esa pequeña parte de duda hacía sus estragos, por lo que no pude estar tranquilo hasta que introduje mis datos en la web y observé la media que había obtenido. Era más que suficiente para el corte de la carrera que había escogido. En julio tuve la entrevista de la universidad que escogí y me matriculé en todas las asignaturas del primer curso. Grité y lloré de felicidad; iba a ser cierto que todo esfuerzo tiene su recompensa.
El mes de agosto se me pasó en un suspiro. Fui a alguna que otra fiesta, viajé a las Baleares. Disfruté de la playa, del sol, de los chicos que se ponían unos bañadores que dejaban poca imaginación. Pude descansar, quedándome tumbado sobre mi cama deshecha viendo series y películas. Conseguí colarme en alguna que otra discoteca y morrearme con algunos extranjeros que nunca quisieron pasar a algo más. Eso, o que yo no entendía que sus invitaciones a sus habitaciones de hotel eran para algo más que tomarme una última copa.