Refunfuñando, empezó a correr hacia un extremo del campo. A medida que avanzaba intentaba centrarse en terminar ese ejercicio, aunque por su mente se le ocurrían cientos de maneras de darle su propia medicina a su torturador personal. Sus pulmones ardían, exhaustos. Pero eso no le hizo detenerse cuando pasó por delante del medio melé y le echó una mirada incendiaria. A la segunda vuelta, masculló una palabrota ininteligible. En cuanto llegó a la quinta, se animó a hacerle un gesto ofensivo. Y, cuando llegó a la décima, sentía que podía ganarle en su propio juego.
Pero nada más lejos de la realidad.
Estaba a punto de contar la número trece cuando el joven se abalanzó sobre él, haciéndole un placaje que le hizo caer hacia atrás. El golpe lo recibió a la altura del abdomen, y sintió que se asfixiaba cuando el dolor y la sorpresa se manifestaron al mismo tiempo. Creía que iba a morir, que aquel era su final. Las lágrimas se arremolinaron en sus ojos, nublándole la visión de un cielo azul con tintes anaranjados que le habría parecido increíble en otra ocasión.
Luego notó que algo subía por su esófago. Ni siquiera se percató de que el medio melé se había quitado de encima suya cuando abrió la boca y salió una mezcla bastante desagradable de su comida y bilis. Le manchó la cara y parte de su ropa de deporte antes de ponerse de lado para devolver sobre el césped. Su vómito cesó, pero una arcada lo reactivó. Estuvo repitiendo ese proceso involuntario unas cuantas veces antes de cerciorarse de que había terminado. Solo entonces notó un sabor extraño en su boca; como si se hubiera metido en la boca un trozo de metal mientras masticaba un chicle de menta desgastado.
Se arrodilló, apoyando las manos contra una barandilla cercana. Dio varias bocanadas de aire, esperando calmarse tranquilamente. Pero sus deseos no eran escuchados.
—¡Deja de vaguear y corre! —gritó el medio melé, frunciendo el ceño.
—No —susurró el chico, cabizbajo. Y, por si no le había oído -aunque estaban pegados-, negó con la cabeza.
—¿Qué has dicho?
—¡Que no voy a dar ni una sola vuelta al campo, Mora! —respondió el chico, levantando la cabeza mientras miraba al medio melé deseando matarle con sus propias manos—. ¡¿Eres un psicópata?! ¡¿Pretendías matarme?!
—Te he dado una lección —masculló el que respondía a lo de «Mora»—. Deberías estarme agradecido.
—Pero, ¿tú te oyes? —El chico estaba anonadado—. ¿De qué me sirve que me plaques y me hagas vomitar?
—Mira, niño, yo estoy aquí para que chicos como tú terminen siendo como yo el día de mañana. No sé si lo sabes, pero yo soy lo más blando que te vas a encontrar cuando llegues al equipo de sub dieciocho. Si es que llegas, claro.
Eso fue la gota que colmó el vaso.
—Eres un hijo de puta —no fue consciente de lo que había dicho hasta que se produjo el silencio—. No pienso hacer las pruebas o lo que haga falta para pertenecer al sub dieciocho… ¡porque abandono! ¡Estoy harto!
—¿De qué coño hablas? Anda, déjate de tonterías y vuelve al ejercicio, so foca.
—¡Eso lo será tu madre! —replicó el chico.
Y, sin añadir nada más, se dirigió al vestuario como alma que lleva el diablo, temiendo que lo persiguiera. Se quitó las botas y se puso las zapatillas. Salió del club lo más rápido que pudo, sin ducharse siquiera. El lunes siguiente, se presentó en la oficina del director del club y se dio de baja. En cuanto estuvo todo aclarado, salió del despacho justo cuando Mora entraba en el vestuario. Ambos se miraron, pero ninguno dijo nada. El chico pasó por su lado y susurró un «cabronazo» casi inaudible antes de abandonar las instalaciones.
De vuelta a casa, se limpió las pocas lágrimas que le caían por el rostro. No quería volver a ver a ese tío en su vida.