-Bueno, en este caso los cuadros que probablemente tengas en tu casa, por los cuales tus padres han pagado cierta suma elevada, pintados por un perroflauta que es conocido y que dispone en su cuenta de varios ceros, ¿no significan nada?
Toma, eso te pasa por ir de chulo por la vida, imbécil. Vi como Alfred se quedaba sin palabras, todo su grupito de niñatos maleducados agachó la cabeza en señal de disculpa, todos salvo él. Tenía el orgullo herido. Vi como se levantaba en toda su potencia. Se arreglaba bien la corbata y se acercaba con autoridad y plena confianza en sí mismo hacia el profesor. Por poco sus narices se rozan.
Habló tan despacio que siquiera los que estaban en primera fila pudieron oírlo. El cambio en el rostro del profesor fue suficiente para saber que le había dicho Alfred. Nada agradable. Sonrió y se volvió a sentar en su sitio.
Said se tomó un par de segundos antes de hablar.
-Muy bien, haciendo caso omiso de la opinión del señor Alfred, os animo a que os apuntéis en la lista. Es todo por hoy.
-Pero profe, aún queda media hora de clase.
-Los recuperaremos en la próxima clase.
Y salió como un rayo.
-Oye, pues ni tan mal. ¿Qué te parece si nos vamos al Starbucks a tomar algo?
Pero yo ya no estaba en mi sitio. Iba apretando los puños directa hacia Alfred.
– ¿De qué coño vas Alfred?
Este estaba jactándose de su superioridad a sus colegas, ni se molestó en mirarme.
-Esfúmate Serena.
Le agarré por el jersey y le obligue a girarse hacia mí.
– ¿Pero qué coño quieres?
– ¿De qué vas?
– ¿De qué voy?
– ¿A qué ha venido eso de que el arte es para los perroflautas? ¿Y qué narices le has dicho al profesor?
-No es de tu incumbencia Serena.
-Si lo es, es un profesor y tu un macho con demasiada testosterona encerrada.
Se levantó de la silla y me agarró la mano. Nadie quiso impedirlo, y el silencio volvió a reinar en la clase. No quise mostrar que ese gesto me dio miedo, pero entonces él acercó su rostro a mi cara y habló para que sólo yo pudiera oírlo.
-Métete en tus asuntos Serena, no quieras que tus padres sepan a lo que se dedica su hija.
-Alfred…
-Buena chica.
Me rozó los labios, apenas una caricia, pero sentí como estallaba. Empecé a temblar, mis piernas parecían gelatina a punto de disolverse. Me soltó la mano y volvió a la conversación que tenía con sus amigos.
Salí corriendo hacia el baño. Mi rostro bañado en lágrimas, y con el corazón a punto de salirse del pecho. No oía los gritos de Amelie, ni tampoco las del director que por poco tiró al suelo, sólo quería llegar al baño.
Abrí la puerta y entré. Tenía el rímel por toda la cara, y los ojos rojos. Abrí el grifo y dejé que el agua fría alejara todos los males mientras seguía llorando.
Cuando cualquier rastro de lágrimas se hubiera esfumado, me coloque bien el uniforme y salí con la dignidad por los aires, como si no acabara de soltar todo el H2O que llevaba en mi organismo. Entré en clase y Amelie por poco me estampa contra la puerta.
– ¿Pero tú estás loca? ¿Por qué has salido corriendo? ¿Qué te ha dicho ese gilipollas?
-Nada, ya sabes como es Alfred, me pidió lo de siempre.
La respuesta pareció convencerla, así que me soltó.
-Yo no sé cuándo se va a enterrar ese tío, no te mola, que quiere, un cartel con un neón que diga “no me gustas Alfred”.
-Si, creo que sí. -vi como me miraba, grabando a fuego en mi piel esas palabras. El temblor volvía, me estaba empezando a agobiar y el aire no entraba en mis pulmones.
– ¿Me estás oyendo?
-No, ¿Qué decías?
– ¿Qué si vamos al Starbucks?
-Ah sí, vamos.