La mayoría de los viernes de primavera lo tenían todo para que fueran momentos inolvidables. Cielo despejado, temperatura agradable (ni ardiente ni gélida), gente paseando por la calle, tomándose algo en la terraza del bar de siempre, … Algunos aprovechaban para irse durante el fin de semana a una casa rural o vivir un desfase de fiesta ininterrumpida hasta volver a la rutina. Esas personas tenían libertad para hacer y ser lo que quisieran.
Pero había un chico que no tenía elección: su entrenamiento intensivo en el club de rugby le cortaba las alas. Nunca salió de él apuntarse a ese deporte, pero le animaron a probarlo y no le terminó de desagradar. Le resultaba sencillo placar y empujar, incluso correr a defender el balón cuando estaba en posesión de su equipo. Y, dentro de lo que cabe, se sentía acogido por sus compañeros de equipo.
La única pega que le ponía era el medio melé del equipo de sub-18, el jugador con el número 9. Esa persona que comunicaba a los delanteros con los zagueros, vagamente explicado. El caso es que ese joven se encargaba de preparar a los chavales de catorce años en adelante físicamente para que, cuando llegasen a su categoría, no sufrieran ninguna lesión. Y el chico no era muy fan del ejercicio para perder peso o verse fuerte. Le sobraban unos kilos, mas nunca tuvo la iniciativa para quitárselos. Simplemente, sentía que su cuerpo era uno como otro cualquiera. Aunque el medio melé prefería que él estuviese en forma. Por eso los entrenamientos intensivos de cada viernes.
El chico se mataba a hacer abdominales, carreras laterales, burpees, flexiones que debía repetir porque no ponía la espalda como tenía que ponerla, y otros cuantos ejercicios más. Entre ellos, carreras de resistencia y velocidad que le agotaban todas las fuerzas. Siempre que el jugador número 9 le dejaba parar, el chico sentía que iba a vomitar sus pulmones en cualquier momento. Pero el respiro no duraba mucho, ya que volvían a la carga poco después. Y, si lo hubiese alentado con ánimos o facilitándole los ejercicios, quizás el chico no hubiese llegado al límite al que llegó aquel viernes de primavera.
—¡Vamos, levanta las piernas! —gritaba. Tendría unos dieciocho años, por lo menos—. ¡¿Tanto te cuesta saltar unas simples ruedas?!
Esas ruedas le llegaban al chico a la altura de las rodillas, y estaba intentando no tropezarse y caer sobre la hierba del campo. Se sentía exhausto. El entrenamiento solía durar una hora, pero llevaban quince minutos de más en los que él rezaba porque acabase su calvario personal. Solo le quedaban tres ruedas, y terminaría. Saldría del campo e iría derecho al vestuario, donde se daría una ducha para relajarse y quitarse todo el sudor que recorría su cuerpo.
Saltó la última, y se detuvo. Apenas le quedaba oxígeno en los bronquiolos respiratorios y tuvo que dar grandes bocanadas para recuperar lo perdido. La frente la tenía resplandeciente por todo el trabajo muscular que había llevado a cabo. Sin embargo, las pocas esperanzas que tenía se esfumaron cuando se acercó el medio melé.
—¿Acaso te parece que has terminado? —preguntó con seriedad. El joven levantó la vista. Empezaba a detestar a ese chico de ojos marrones y pelo negro.
—He… completado… las… series —respondió entrecortado. Se dio unos segundos para coger un poco más de aire y señaló las ruedas—. He… pasado… siete… veces… por cada una… de ellas…, tal y como me dijiste. Y el entrenamiento… se ha alargado más de lo humanamente establecido. —Se produjo un silencio que no le gustó un pelo—. En fin, yo… tengo un largo… camino hasta casa…
—No te vas a ir hasta que te lo diga yo —le interrumpió el otro, desafiándole con la mirada—. Vas a dar veinte vueltas al campo.
—¡¿QUE QUÉ?! —El chico estaba anonadado. Cada vuelta le suponía más de un minuto, y llegar a ese número era excesivo.
—Lo que oyes. Cuanto más tardes en empezar, más tardarás en acabar. Venga. —El chico ni se movió, sintiendo que con eso se podría ganar otras diez vueltas más—. ¡Venga!